AUTOBIOGRAFÍA DE UNA PULGA. PRIMERA PARTE


 

Nos complace anunciar la publicación de esta obra clásica publicada en 1881 de forma anónima. Esta es una de las pocas traducciones originales en español que existen y estuvo a cargo de nuestro escritor Arturo Fisher, autor de MIS DUDAS SOBRE ADRIANA.

Las aventuras mas sensuales de Bella, narradas por este extraño personaje, es el tema central de esta novela que, como las grandes obras de la literatura, no solo esta cargada de descripciones acertadas sino también de critica a una sociedad doble moral y a la hipocresía de las instituciones.

Debemos recordar que la obra se escribió en otro contexto histórico, político, social y las costumbres de aquella época pueden resultar ofensivas para algunos lectores de hoy en día. Nuestra misión es promocionar la obra, mas no podemos cambiar las partes censurables porque estaríamos fallando en nuestro deber artístico. 

Sin mas, aquí dejamos la primera parte de la novela titulada: AUTOBIOGRAFÍA DE UNA PULGA.


AUTOBIOGRAFÍA DE UNA PULGA

 

PRIMERA PARTE

 

Nací, pero no puedo decir cómo, cuándo o dónde; así que debo dejar que el lector acepte la afirmación "per se" y la crea si así lo quiere. Una cosa es igualmente cierta: el hecho de mi nacimiento no es ni un átomo menos veraz que la realidad de estas memorias, y si el estudioso inteligente de estas páginas se pregunta cómo llegó a suceder que alguien con mi camino —o tal vez, debería decir con mi salto—, llegó a poseer en esta vida el aprendizaje, la observación y el poder de memorizar la totalidad de los maravillosos hechos y revelaciones que estoy a punto de relatar. Sólo puedo recordarle que hay inteligencias, poco sospechadas por el vulgo, y leyes en la naturaleza, cuya existencia misma no ha sido detectada todavía por más los avanzados del mundo científico.

He oído decir en alguna parte que mi oficio consistía en ganarme la vida chupando sangre. No soy de ninguna manera el más bajo de esa fraternidad universal, y si mantengo una existencia precaria sobre los cuerpos de aquellos con quienes entro en contacto, mi propia experiencia prueba que lo hago de una manera marcada y peculiar, con una advertencia de mi empleo que rara vez es dada por aquellos en otros grados de mi profesión. Pero sostengo que tengo otros y más nobles objetivos que el mero sostenimiento de mi ser con las contribuciones de los incautos. He sido consciente de este defecto original y, con un alma muy por encima de los instintos vulgares de mi raza, salté por grados a alturas de percepción mental y erudición que me colocaron para siempre en un pináculo de insecto-grandeur.

Es este logro del aprendizaje lo que evocaré al describir las escenas de las que he sido testigo, es más, incluso partícipe. No me detendré a explicar por qué medios poseo las facultades humanas de pensar y observar, sino que, en mis elucubraciones, dejaré simplemente que se perciba que las poseo y que el lector se maraville en consecuencia.

Percibiréis, pues, que no soy una vulgar pulga; en efecto, cuando se tenga en cuenta la compañía en que he estado acostumbrado a mezclarme, la familiaridad con que se me ha permitido tratar a las personas más exaltadas, y las oportunidades que he tenido de aprovechar al máximo a mis conocidos, el lector estará sin duda de acuerdo conmigo en que soy en verdad un insecto de lo más maravilloso y exaltado del mundo.

Mis primeros recuerdos me llevan a una época en la que me encontraba dentro de una iglesia. Había una rica música y un canto lento y monótono que entonces me llenaron de sorpresa y admiración, pero hace tiempo que aprendí la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los fieles son ahora tomadas por mí como la apariencia externa de emociones internas que, muy generalmente, son inexistentes. Sea como fuere, yo estaba ocupado en un asunto profesional relacionado con la regordeta pierna blanca de una joven de unos cxxxxce años, el sabor de cuya deliciosa sangre recuerdo muy bien. pero estoy divagando…

Poco después de comenzar de manera tranquila y amistosa mis pequeñas atenciones, la joven, al igual que el resto de la congregación, se levantó para marcharse, y yo, como cosa natural, decidí acompañarla.

Soy muy agudo tanto de vista como de oído, y así es como vi a un joven caballero deslizar un pequeño trozo doblado de papel blanco en la bonita mano enguantada de la joven mientras ésta atravesaba el abarrotado pórtico. Me había fijado en el nombre de Bella, esmeradamente labrado en la suave media de seda que al principio me había atraído, y ahora vi que la misma palabra aparecía sola en el exterior del billet-doux. Bella estaba con su tía, una dama alta y majestuosa, con la que no me interesaba intimar.

Bella era una belleza —apenas cxxxxce años—, con una figura perfecta y, a pesar de ser tan joven, su suave pecho ya estaba adquiriendo esas proporciones que hacen las delicias del otro sexo. Su rostro era encantador por su franqueza, su aliento dulce como los perfumes de Arabia y, como siempre he dicho, su piel suave como el terciopelo. Bella era evidentemente muy consciente de su buena apariencia, y llevaba la cabeza con tanto orgullo y coquetería como una reina. No era difícil darse cuenta de que inspiraba admiración por las miradas melancólicas y anhelantes que los jóvenes, y a veces también aquellas que los de más edad, le dirigían. Hubo un silencio general de conversación fuera del edificio, momento en que las miradas en general se dirigían hacia la bella Bella, lo que decía más claramente que —en pocas palabras— era la más admirada de todos los ojos y la más deseada de todos los corazones, al menos entre el sexo masculino.

Prestando, sin embargo, muy poca atención a lo que evidentemente era cosa de todos los días, la joven caminó bruscamente hacia su casa con su tía y, tras llegar a la pulcra y gentil residencia, se dirigió rápidamente a su habitación.

No diré que la seguí, sino que "fui con ella", y vi cómo la gentil muchacha levantaba una delicada pierna sobre la otra y se quitaba las botas de cabritilla, ajustadas y elegantes.

Salté sobre la alfombra y procedí a examinarla. Le siguió la bota izquierda, y sin apartar su rolliza pantorrilla de la otra, Bella se sentó mirando el papel doblado que yo había visto al joven depositar secretamente en su mano.

Lo observaba todo de cerca. Observé los muslos hinchados, que se extendían hacia arriba por encima de sus ajustados ligueros, hasta perderse en la oscuridad, mientras se cerraban en un punto donde su hermoso vientre se unía a ellos en su posición encorvada; y casi borraba una delgada raja parecida a un melocotón, que apenas mostraba sus redondeados labios entre ellos en la sombra.

En ese momento, Bella dejó caer su nota, y como estaba abierta, me tomé la libertad de leerla.

"Estaré en el viejo lugar a las ocho de la noche", eran las únicas palabras que contenía el papel, pero parecían tener un interés especial para Bella, que permaneció pensativa durante algún tiempo.

Mi curiosidad se había despertado, y mi deseo de saber más de aquel interesante ser con quien el azar me había puesto tan promiscuamente en grato contacto, me impulsó a permanecer tranquilamente instalado en un cómodo, aunque algo húmedo escondite, y no fue sino hasta cerca de la hora señalada que salí una vez más para observar el desarrollo de los acontecimientos.

Bella se había vestido con escrupuloso cuidado y se disponía a salir al jardín que rodeaba la casa de campo en la que vivía.

La acompañé.

Al llegar al final de una larga y sombreada avenida, la joven se sentó en un rústico banco, y allí esperó la llegada de la persona que iba a conocer.

No pasaron muchos minutos antes de que se presentara el joven que yo había visto en comunicación con mi bella amiguita de la mañana.

Siguió una conversación que, si puedo juzgar por la abstracción de la pareja, tuvo un interés inusual para ambos.

Era de noche, y el crepúsculo ya había comenzado, el aire era cálido y agradable, y la joven pareja estaba sentada estrechamente entrelazada en el banco, perdida en todo excepto en su propia felicidad.

—No sabes cuánto te quiero, Bella —susurró el joven. Y de nuevo el joven susurró: No sabes cuánto te quiero, Bella —y con ternura selló su protesta con un beso en los labios mohínos de su compañera.

—Sí que lo sé —replicó la muchacha, ingenuamente— ¿no me lo dices siempre? Pronto me cansaré de oírlo.

Bella movió nerviosamente su bonito piececito y se quedó pensativa.

—¿Cuándo vas a explicarme y a enseñarme todas esas cosas divertidas de las que me hablaste?  —preguntó levantando rápidamente la vista y luego, con la misma rapidez, dirigiéndola hacia el camino de grava.

—Ahora —respondió el joven—. Ahora, querida Bella, mientras tenemos la oportunidad de estar solos y libres de interrupciones. ¿Sabes, Bella, que ya no somos niños?

Bella asintió con la cabeza.

—Bueno, hay cosas que los niños no saben, y que es necesario que los amantes no sólo sepan, sino que también, practiquen.

—Querida —dijo la muchacha, seriamente.

—Sí —continuó su compañero— hay secretos que hacen felices a los amantes, y que hacen disfrutar el amar y el ser amado.

—¡Señor! —exclamó Bella— ¡Qué sentimental te has vuelto, Charlie! Recuerdo la época en que declarabas que los sentimientos eran "pura patraña".

—Eso creía yo, hasta que te amé —replicó el joven.

—Tonterías —continuó Bella— pero sigue, Charlie, y dime lo que me prometiste.

—No puedo decírtelo sin mostrártelo también —replicó Charlie— el conocimiento sólo se aprende a través de la experiencia.

—Oh, entonces ven y muéstrame —dijo la muchacha, en cuyos ojos brillantes y mejillas encendidas creí detectar un conocimiento muy consciente del tipo de instrucción que estaba a punto de impartirse.

Había algo atrapante en su impaciencia. El joven cedió a ella y, cubriendo la joven y hermosa figura de Bella con la suya, pegó su boca a la de ella y la besó con entusiasmo.

Bella no opuso resistencia; incluso ayudó y correspondió a las caricias de su amante.

Mientras tanto, la noche avanzaba; los árboles yacían en la oscuridad creciente, extendiendo sus altas copas para ocultar la luz menguante de los jóvenes amantes.

De pronto, Charlie se deslizó hacia un lado; hizo un ligero movimiento y luego, sin ninguna oposición, pasó la mano por debajo y por encima de las enaguas de la bella Bella. No satisfecho con los encantos que encontró al alcance de las brillantes medias de seda, intentó presionar aún más, y sus dedos errantes tocaron ahora la carne suave y temblorosa de sus jóvenes muslos.

La respiración de Bella se entrecorto al sentir el indelicado ataque que le estaban haciendo a sus encantos. Sin embargo, lejos de resistirse, evidentemente disfrutaba del excitante escarceo.

—Tócalo —susurró Bella— puedes hacerlo.

Charlie no necesitó más invitación, de hecho, ya se estaba preparando para avanzar sin necesidad de una y, comprendiendo al instante el permiso, condujo sus dedos hacia delante.

La hermosa muchacha abrió los muslos mientras él lo hacía, y al instante siguiente su mano cubrió los delicados labios rosados de su bonita raja.

Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció casi inmóvil, sus labios unidos y su respiración marcando por sí sola las sensaciones que los dominaban con la embriaguez del desenfreno. Charlie sintió un objeto delicado, que se puso rígido bajo sus ágiles dedos y adquirió una prominencia que no conocía.

En ese momento, Bella cerró los ojos y, echando la cabeza hacia atrás, se estremeció ligeramente mientras su cuerpo se volvía flexible y lánguido y dejaba que su cabeza descansara sobre el brazo de su amante.

—Oh, Charlie —murmuró— ¿qué es lo que haces? Qué deliciosas sensaciones me ofreces.

Mientras tanto, el joven no había quedado ocioso, sino que, habiendo explorado todo lo que podía en la forzada posición en que se encontraba, se levantó y —consciente de la necesidad de calmar la furiosa pasión que sus acciones habían avivado— le rogó a su bella compañera que le permitiera guiar su mano hacia un querido objeto que, según le aseguró, era capaz de proporcionarle un placer mucho mayor que el que sus dedos le habían proporcionado.

Como no podía ser de otro modo, Bella se apoderó al momento siguiente de una nueva y deliciosa sustancia, y ya fuera cediendo a la curiosidad que simulaba o dejándose llevar realmente por sus deseos recién despertados, no pudo hacer más sino sacar a la luz el asunto de su amigo.

Aquellos de mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar comprenderán fácilmente el calor del apretón y la sorpresa de la mirada que recibió la primera aparición en público de la nueva adquisición.

Bella contempló el miembro de un hombre por primera vez en su vida, en toda la plenitud de su poder, y aunque no era, según pude ver claramente, en modo alguno formidable, su blanco tallo y su cabeza de capuchón rojo, de la que la suave piel se retiraba cuando ella lo apretaba, despertaron en ella una rápida inclinación a saber más sobre el artilugio.

Charlie estaba igualmente conmovido; sus ojos brillaban y su mano continuaba recorriendo todo el dulce y joven tesoro del que se había apoderado antes.

Mientras tanto, los jugueteos de la manita blanca sobre el joven miembro con el que estaba en contacto habían producido efectos comunes, en tales circunstancias, a todas las personas de constitución tan sana y vigorosa como la del dueño de esta aventura en particular.

Embelesado con las suaves presiones, los suaves y deliciosos apretones, y la manera sin artificios con que la joven retiraba los pliegues de la rampante nuez y dejaba al descubierto la cresta rubí, amoratada por el deseo, y la punta, terminada por el diminuto orificio, que ahora esperaba su oportunidad para enviar su resbaladiza ofrenda; el joven se volvió salvaje de lujuria, y Bella, participando de sensaciones nuevas y extrañas, pero que la transportaban en un torbellino de apasionada excitación, jadeó sin saber qué clase de arrobado alivio la inundaba.

Con sus hermosos ojos entrecerrados, sus labios húmedos entreabiertos y su piel caliente y brillante por el impulso inusitado que la invadía, yació como la deliciosa víctima de cualquiera que tuviera la oportunidad de cosechar sus favores y arrancar su delicada y joven rosa.

Charlie, a pesar de su juventud, no estaba tan ciego como para perder una oportunidad tan justa; además, sus pasiones, ahora desenfrenadas, le llevaron a seguir adelante a pesar de los dictados de la prudencia que, en otro modo, podría haber escuchado.

Sintió el centro palpitante y bien humedecido estremeciéndose bajo sus dedos, contempló a la hermosa muchacha tendida invitadoramente al amoroso deporte, observó la tierna respiración que hacía subir y bajar el joven pecho y las fuertes emociones sensuales que animaban la forma resplandeciente de su joven compañera.

Las piernas llenas, suaves e hinchadas de la muchacha estaban ahora expuestas a su sensual mirada.

Levantando suavemente la cortina, Charlie desveló aún más los encantos secretos de su encantadora compañera hasta que, con ojos de fuego, vio los regordetes miembros terminar en las caderas llenas y el blanco vientre palpitante.

Entonces, también su ardiente mirada se posó en el punto central de atracción: la pequeña abertura rosada que yacía medio oculta al pie del hinchado monte de Venus, apenas sombreada por el más suave de los pinceles.

La excitación que le había administrado y las caricias que había dispensado al codiciado objeto habían inducido un flujo de esa humedad nativa que tal excitación tiende a provocar, y Bella yacía con su hendidura como un melocotón bien impregnado del mejor y más dulce lubricante de la naturaleza.

Charlie vio su oportunidad. Soltando suavemente la mano de Bella de su miembro, se lanzó frenéticamente sobre la figura yaciente de la muchacha.

Su brazo izquierdo rodeó la esbelta cintura de ella, su aliento caliente le rozó la mejilla, sus labios apretaron los suyos en un beso largo, apasionado y apresurado. Su mano izquierda, ahora libre, trató de unir aquellas partes de ambos —que son los instrumentos activos del placer sensual— y con ansiosos esfuerzos trató de completar la conjunción.

Bella sintió ahora, por primera vez en su vida, el toque mágico de la máquina de un hombre entre las puntas de su rosado orificio.

Apenas percibió el cálido contacto provocado por la rígida cabeza del miembro de Charlie, se estremeció perceptiblemente y, anticipándose ya a las delicias de la veneración, cedió abundantes pruebas de su naturaleza susceptible.

Charlie estaba embelesado con su felicidad, y se esforzaba por perfeccionar su goce.

Pero la Naturaleza, que había actuado tan poderosamente en el desarrollo de las pasiones sensuales de Bella, dejaba aún algo por hacer, antes de que la apertura de un capullo de rosa tan precoz pudiera efectuarse fácilmente.

Era muy joven, inmadura, ciertamente en el sentido de esas visitas mensuales que se supone marcan el comienzo de la pubertad; y las partes de Bella, repletas como estaban de perfección y frescura, apenas estaban preparadas para alojar a un campeón tan moderado como el que, con la cabeza redonda e intrusa, intentaba ahora entrar en ella y hospedarse.

En vano, Charlie empujaba y se esforzaba por introducir su excitado miembro en las delicadas partes de la encantadora muchacha. Los pliegues rosados y el pequeño orificio de la joven resistieron todos sus intentos de penetrar en la mística gruta. En vano la bella Bella, ahora enardecida en una furia de excitación y medio descompuesta por la excitación que ya había sufrido, secundó por todos los medios a su alcance los audaces intentos de su joven amante.

La membrana era fuerte y resistió valientemente hasta que, con el desesperado propósito de ganar la meta o reventarlo todo, el joven retrocedió un momento, y luego, lanzándose desesperadamente hacia delante, logró atravesar la obstrucción y clavar la cabeza y los hombros de su rígido asunto en el vientre de la rendida muchacha. Bella lanzó un pequeño grito al sentir la incursión forzosa en sus encantos secretos, pero el delicioso contacto le infundió valor para soportar la presión con la esperanza de un alivio que parecía llegar en cualquier momento.

Mientras tanto, Charlie empujó una y otra vez, y orgulloso de la victoria que ya había ganado, no sólo se mantuvo firme, sino que a cada empujón avanzaba un poco más en su camino glorioso.

Se ha dicho: "ce n'est que le premier coup qui coute", pero se puede argumentar con razón que al mismo tiempo es perfectamente posible que "quelquefois il coute trap", como el lector puede inclinarse a deducir conmigo en el presente caso.

Ninguno de los amantes, sin embargo, tuvo por extraño que parezca, un pensamiento al respecto, sino que, plenamente ocupados con las deliciosas sensaciones que los habían dominado, se unieron para dar efecto a aquellos ardientes movimientos que ambos pudieron sentir que terminarían pronto.

En cuanto a Bella, con todo su cuerpo temblando de deliciosa impaciencia, y sus carnosos labios rojos dando rienda suelta a las breves exclamaciones que anunciaban la extrema gratificación, se entregó en cuerpo y alma a las delicias del coito. Sus compresiones musculares sobre el arma que ahora le había ganado eficazmente, el firme abrazo en el que mantenía al muchacho retorciéndose, los delicados muslos de la vaina húmeda como un guante, todo tendía a excitar a Charlie hasta la locura. Se sintió dentro de su cuerpo hasta las raíces de su máquina, hasta que los dos globos que se estrechaban bajo el campeón espumoso de su hombría, presionaron las firmes mejillas de su blanco trasero. No podía ir más lejos y su única ocupación era disfrutar, recoger plenamente la deliciosa cosecha de sus esfuerzos.

Pero Bella, insaciable en su pasión, no bien encontró completada la deseada unión, saboreando el agudo placer que le estaba proporcionando el relleno y cálido miembro, se excitó demasiado para saber o preocuparse de nada más de lo que estaba sucediendo y su frenética excitación, rápidamente superada de nuevo por los enloquecedores espasmos de la lujuria consumada, presionó hacia abajo sobre el objeto de su placer, levantó los brazos en apasionado rapto y, hundiéndose de nuevo en los brazos de su amante, con bajos gemidos de estática agonía y pequeños gritos de sorpresa y placer, emitió una copiosa descarga que, encontrando una renuente salida por debajo, inundó los cojones de Charlie.

Tan pronto como el joven fue testigo del placer que estaba proporcionando a la hermosa Bella, y se dio cuenta de la inundación que ella había derramado con tanta profusión sobre su persona, también se sintió invadido por una furia lujuriosa. Un furioso torrente de deseo pareció correr por sus venas; su instrumento estaba ahora hundido hasta la empuñadura en el delicioso vientre de ella y luego, echándose hacia atrás, extrajo el humeante miembro casi hasta la cabeza. Presionó y se llevó todo por delante. Sintió que se apoderaba de él una sensación enloquecedora y cosquilleante; apretó con más fuerza a su joven amante, y en el mismo instante en que otro grito de placer arrebatador salía de su pecho agitado, se encontró jadeando sobre sus pechos, y vertiendo en su vientre agradecido un rico chorro cosquilleante de vigor juvenil.

Un gemido grave de salaz gratificación escapó de los labios entreabiertos de Bella al sentir los espasmódicos borbotones de líquido seminal que brotaron del excitado miembro que llevaba dentro; en el mismo momento, el lujurioso frenesí de la emisión obligó a Charlie a lanzar un grito agudo y estremecedor, mientras yació con los ojos entornados en el último acto del sensual drama.

Aquel grito fue la señal de una interrupción tan repentina como inesperada. De entre los arbustos que rodeaban la casa surgió la sombría figura de un hombre que se detuvo ante los jóvenes amantes.

El horror heló la sangre de ambos.

Deslizándose desde su cálido y exuberante refugio, e intentando mantenerse erguido lo mejor que pudo, Charlie retrocedió ante la aparición como si se tratara de una espantosa serpiente.

En cuanto a la dulce Bella, apenas vio al intruso, se cubrió la cara con las manos, se encogió en el asiento que había sido testigo silencioso de sus placeres y, demasiado asustada para emitir sonido alguno, esperó con la presencia de ánimo que pudo asumir para hacer frente a la tormenta que se avecinaba.

No se mantuvo mucho tiempo en suspenso.

Avanzando rápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado agarro al muchacho por el brazo y, con un severo gesto de autoridad, le ordeno que arreglara el desorden de su vestimenta.

—Muchacho insolente —siseó entre dientes— ¿qué es lo que has hecho? ¿A qué extremos te han llevado tus locas y salvajes pasiones? ¿Cómo te enfrentarás a la ira de tu padre, justamente ofendido? ¿Cómo aplacar su furioso resentimiento cuando, en el ejercicio de mi deber, le informe del daño causado por la mano de su único hijo?

Cuando el orador cesó, sujetando aún a Charlie por la muñeca, salió a la luz de la luna y reveló la figura de un hombre de unos cuarenta y cinco años, bajo, corpulento y algo robusto. Su rostro, decididamente apuesto, resultaba aún más atractivo por un par de ojos brillantes que, negros como el azabache, lanzaban a su alrededor feroces miradas de apasionado resentimiento. Vestía un traje de clérigo, cuyos tonos sombríos y tranquila pulcritud no obstruían más que para resaltar aún más sus proporciones notablemente musculosas y su impactante fisonomía.

Charlie parecía, como no podía ser de otra manera, cubierto de confusión, cuando para su infinito y egoísta alivio, el severo intruso se volvió hacia la joven compañera de su libidinoso goce.

—Para ti, miserable muchacha, sólo puedo expresar mi máximo horror y mi más justa indignación. ¿Olvidada de los preceptos de la santa madre iglesia, descuidada de tu honor, has permitido a este muchacho malvado y presuntuoso arrancar la fruta prohibida? ¿Qué te queda ahora? Despreciada por tus amigos, y expulsada de la casa de tu tía, arrearás con las bestias del campo, y Nabucodonosor de antaño, rechazada como contaminación por tu especie, recogerás con gusto un miserable sustento en los caminos. Oh, hija del pecado, niña entregada a la lujuria y a Satanás.

Hasta aquí había llegado el forastero en su abjuración de la desdichada muchacha, cuando Bella, levantándose de su actitud agazapada, se arrojó a sus pies y unió sus lágrimas y oraciones de perdón a las de su joven amante.

—No digas más —continuó el severo sacerdote— no digas más. Las confesiones no sirven de nada, y las humillaciones no hacen sino aumentar tu ofensa. Mi mente no me dice cuál es mi deber en este triste asunto, pero si obedeciera a los dictados de mis inclinaciones actuales, debería ir directamente a vuestros guardianes naturales y ponerles al corriente inmediatamente de la naturaleza infame de mi descubrimiento fortuito.

—Oh, por piedad, ten piedad de mí —suplicó Bella, cuyas lágrimas corrían ahora por sus bonitas mejillas, tan encendidas últimamente por el placer desenfrenado.

—Perdónanos, Padre, perdónanos a los dos. Haremos todo lo que esté en nuestro poder para hacer expiación. Se celebrarán seis misas y varias paters por nuestra cuenta y coste. La peregrinación al santuario de San Engulfo, de la que me hablaste el otro día, se llevará a cabo ahora. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa, a sacrificar cualquier cosa, si usted perdona a esta querida Bella —imploró el joven.

El sacerdote hizo un gesto con la mano para pedir silencio. Luego habló, mientras acentos de piedad se mezclaban con su natural severo y resuelto porte.

—Basta —dijo— debo tener tiempo. Debo invocar la ayuda de la Santísima Virgen, que no conoció el pecado, pero que, sin los deleites carnales de la cópula mortal, dio a luz al niño de los niños en el pesebre de Belén. Ven a verme mañana a la sacristía, Bella, en el recinto, te revelaré la Divina Voluntad concerniente a tu transgresión. A las dos te espero. En cuanto a ti, joven temerario, reservaré mi juicio, y toda acción, hasta el día siguiente, en que a la misma hora te esperaré igualmente.

Mil gracias derramaban las gargantas unidas de los penitentes, cuando el Padre les advirtió a ambos que se separaran.

Hacía ya tiempo que había anochecido, y el rocío de la noche iba subiendo.

—Mientras tanto, buenas noches y paz; vuestro secreto está a salvo conmigo, hasta que volvamos a vernos —dijo y desapareció.

 

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